viernes, 30 de diciembre de 2011

He hablado aquí en alguna ocasión del maestro, Ángel Gómez Moreno. Él me ha descubierto nuevos caminos a través de su maestría en la filología, la botánica, la literatura y el vino (valga la redundancia). Ayer, Rosario Gómez presentaba su segundo poemario en el Libertad 8 de Madrid y este es el texto que abrió el acto, en el que Ángel me cita. Muy agradecido.
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Amigos todos:


Acabo de dejar atrás unos trastornos gastrointestinales y estoy flojo de fuerzas; por ello, quien les leerá el texto que he redactado para esta feliz ocasión es mi hija Carmen.

Hace dos semanas exactas, mi querido amigo Jaime Siles me dejaba un bello presente sobre la mesa del despacho que ambos compartimos en la Universidad de Ginebra. A primera vista, por su sobriedad y elegancia, no tuve duda de que se trataba de un nuevo volumen del Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas de la Universidad de Salamanca, dirigido por el sabio y exquisito Pedro Cátedra. Si, por lo que al contenido se refiere, tengo su firma por el mejor aval posible, su participación en el proceso editorial garantiza la calidad del papel, la elegancia de los tipos y su adecuado maridaje con la tinta y el soporte. Por sus cubiertas, limpias y eficaces, y por otros muchos detalles se percibe que competencia académica y buen gusto vienen a ser una misma cosa en Pedro Cátedra.

El título del libro, lacónico a más no poder, revela la naturaleza exacta de la pulsión que late tras la palabra, declamada o escrita, de Jaime Siles: Poesía y Filología. El orden es exactamente éste, y no a la inversa, ya que su pugna con los clásicos de todos los tiempos no se resuelve sólo en ejercicios ecdóticos o exegéticos sino que le lleva donde él quiere: a su propia poesía. Hace unos días, entresaqué un par de fragmentos en los que se percibe con nitidez la inteligencia chispeante de quien los ha escrito: si el primero se lo envié de inmediato a mis alumnos de “Crítica textual y edición de textos”, el segundo lo he reservado para mi trobairitz del curso pasado (y amiga ya para siempre), Rosario Gómez; y para mi versificador del curso presente, Alejandro Simón, a quien felicito por El guiño de la chatarra, un libro que le lleva por los derroteros de la poesía.

De cuantos dicen seguir esta senda, pocos son capaces de entreverla, no ya de verla. En mi opinión, Rosario y Alejandro tienen trazado mentalmente su iter; en él, los peligros se sortean del único modo posible: con la lectura provechosa de todo lo que, a lo largo de los siglos y a través de las culturas, lo merece, y con la conciencia clara de que los grandes entre los grandes se les han adelantado (en realidad, se nos han adelantado a todos), y en todos los órdenes. Me alegro por ellos porque ésta es la única manera de acometer cualquier empresa literaria, sobre todo cuando se sueña con escribir versos sublimes.

Espero que nadie me malinterprete por lo que acabo de decir. Que sea como digo no quita sentido al esfuerzo creador, en la idea de que todo estaría dicho o expresado de algún modo, sino justamente al contrario; de hecho, la observancia de la tradición literaria no entra en conflicto con la voluntad que todo buen artista manifiesta por ser original, por procurar que su voz suene distinta de las demás. Lo digo en mi prólogo al segundo libro de Rosario y lo repito ahora de viva voz:

Rosario me ha oído comentar en no pocas ocasiones que casi todo lo que hoy se etiqueta como poesía cae dentro de un ámbito literario incierto. Lo diré más claramente: aunque no rechazo su pertenencia al vasto y difuso universo de la literatura, en el verso contemporáneo rara vez encuentro las marcas de una tradición que el lector formado percibe nítida desde los clásicos greco-latinos en adelante. Atento exclusivamente al lirismo, y dejada aparte una poesía narrativa de la que poco o nada queda a día de hoy, podemos comprobar cómo ese principio rector ha guiado al poeta y a sus lectores, al editor observante de su oficio y al intérprete más agudo y preciso.

La desviación a que me refiero, rara vez denunciada con la contundencia que merece, se inició con la evolución de las vanguardias, aunque éstas jamás despreciaron, sino al contrario, lo mucho que la tradición aportaba. No podía ser de otro modo, pues Pablo Picasso partía de una sólida formación academicista, aunque la suya fue la primera generación de artistas plásticos que desplazó su foco de Roma a París; del mismo modo, Secundino Zuazo supo conjugar, sin mayores estridencias, los referentes historicistas (perceptibles a menudo en la ladrillería que le llegaba del neomudéjar o en unos bloques de berroqueña que remiten de inmediato a Juan de Herrera y El Escorial) con la esencialidad racionalista y los desvelos higienistas de la nueva arquitectura; así también, Juan Ramón Jiménez ensayó nuevas maneras de poetizar desde una pulsión que no acabó nunca de desligarlo completamente del Modernismo. En su caso, huelga decirlo, dio con una clave de la que muchos de los que hoy se autoproclaman poetas (y recordemos que ni siquiera Petrarca se consideraba merecedor de tal título) ignoran absolutamente todo.


No puedo demorarme más sin traer a colación la primera cita de Jaime Siles. Además, me conviene que oigan sus palabras justo en este momento porque confirman que no ando tan desencaminado al expresarme de un modo que a muchos parecerá radical en exceso. Mi buen amigo, no obstante, se muestra mucho más taxativo y concluyente al defender esa misma idea, y con mayor poder de convicción, pues posee la magia de la palabra (vale decir, merece llamarse poeta), una gracia que el cielo me ha negado. Así se expresa en un pasaje de Poesía y filología (p. 31):


Y en esto la suya se parece a la situación del poeta frente a la Tradición y la Historia Literarias: en ellas está –como en el diccionario– todo lo que se puede escribir. Por eso, para no repetirlo, hay que conocerlo y sólo dentro de ese conocer es posible innovar, pues sólo dentro de –o por relación a– la Tradición la innovación existe: fuera de ella es absolutamente imposible innovar.


Incluso cuando Siles parece estar atrapado, y sin remedio, en el ejercicio de nuestra común profesión, cuando se derrama en lecciones de crítica textual no por generales menos valiosas, desemboca de nuevo, inevitablemente, en su propia poesía. No hay contradicción ninguna. Estoy absolutamente convencido de que, si le preguntásemos qué piensa al respecto, Siles nos confirmaría su acuerdo con el maestro Gianfranco Contini en su categórica afirmación: “La filologia culmina nella critica testuale” (Breviario de ecdotica, 1977: 6); ello, no obstante, no quita que el último grado o paso corresponda a su propia obra, a su poemario, del que hace un comentario del que merece la pena tomar apuntes para luego glosarlo (Poesía y Filología, pp. 15-16):


Siempre he conservado las variantes –mis variantes– porque en ellas reposa otra distinta posibilidad que –aunque en un determinado momento sea sólo sugerida y desentone de lo que entonces estamos haciendo o intentando hacer– adelanta otras vías de realización que a veces tardan años en llegar, pero que, cuando llegan, gracias a esas variantes, uno reconoce y sabe que lo que ahora está haciendo estaba, en cierto modo, preescrito o anunciado ya: que no es un cambio en la propia escritura sino un desarrollo de la misma. Lo que a quienes vemos la obra como un sistema no deja de aportarnos cierta seguridad. Ortega y Gasset, en una carta a Ernst Robert Curtius fechada el 4 de marzo de 1938, afirmaba que "el quehacer del filólogo consiste, y consiste sólo, en entender el texto". Y el del poeta –podríamos añadir nosotros– también: sólo que el filólogo ha de entender los textos de otros, y el poeta, en cambio, el suyo propio. Ésta es la diferencia, que lo es, y sólo en parte, del objeto, pero no del método: el método, mutatis mutandis, es el mismo porque no hay otro. El poeta debe aprender a fijar su propio texto, como el filólogo ha aprendido a fijar textos de otros: reconociendo –como el filólogo hace– el usus scribendi del autor que, en este caso, no es otro que él mismo.


El Curtius de 1938, con el que se carteaba el filósofo español, no era aún el que todos conocemos: el autor de Literatura europea y Edad Media latina, libro éste que vería la luz diez años más tarde. En esta seminal obra, Curtius nos habla de los clásicos como fuente primera, de las literaturas nacionales como receptoras y de los escritores de la latinidad media como intermediarios. Su libro nos habla de tópicos o lugares comunes que habrían pasado desde la literatura clásica, apoyada a su vez en la preceptiva retórica, a las literaturas modernas: el tópico de humildad, el de brevedad, el de novedad en lo relatado, las metáforas de alimento, las metáforas náuticas, el locus amoenus o el amanecer como tema literario.

Las reseñas más sesudas (entre ellas, una de Dámaso Alonso) mostraron lo difícil que resultaba deslindar tradición de poligénesis, o, lo que es lo mismo, lo que nos viene dado por herencia de lo que aparece, digámoslo así, por generación espontánea, que se supone cuando no existe relación aparente entre unos testigos que se ofrecen dispersos geográfica y cronológicamente. Cuesta poco entenderlo: el ser humano ha cantado siempre al amor y la muerte, se ha alegrado con la llegada de la primavera, ha celebrado la ingesta de bebidas como el vino, la cerveza o el rakí de los turcos (de ese modo, contamos con una riquísima literatura báquica, en un abanico espaciotemporal sorprendente de veras), ha encontrado en los jardines un espacio idóneo para la escena amorosa y ha sentido fascinación por el amanecer, el alba o aurora, momento crítico, marcadamente erótico, pues es el momento en que, según el caso, los amantes se encuentran o se separan.

A la amplísima antología de Arthur T. Hatto (Eos. An Enquiry into the Theme of Lover’s Meetings and Partings at Dawn in Poetry, 1965) le debemos la demostración del carácter eminentemente poligenético de este tema o motivo, con un largo número de testimonios a lo largo de los siglos. Por supuesto, si aún viviese (hace poco que murió, y con más de cien años), el maestro Claude Levi-Strauss mostraría su desacuerdo respecto de tal opinión, pues siempre sostuvo que todo sobre la faz de la tierra es genético o hereditario, aunque al estudioso se le escapen los canales, vías o caminos que hacen posible la transmisión. En la sociedad de la información en la que vivimos, la tradición se erige en un todopoderoso referente, aunque la veta o reservorio principal no se halle a ras de suelo: es precio calar hondo y dejarse llevar por un sentimiento doble, de fascinación y modestia.

Casi nadie ha contado con un padre que le haya recitado a Homero en su lengua original (y siento envidia ante el relato que de su niñez nos hace Georg Steiner en Errata. Examen de una vida, traducido al español en 1998). Todos, en casa o en la escuela, si es que no en ambas, hemos saboreado, sin alcanzar a percibirla claramente, la fórmula magistral de Jorge Manrique en sus Coplas, la de Garcilaso en su Égloga III o la de San Juan de la Cruz en su Cántico espiritual. Si he puesto estos tres ejemplos es porque en ellos queda patente el peso de la tradición, sin cuyo auxilio nada se entiende. Aunque algunos hemos puesto nuestro granito para explicar a estos poetas, nada habría sido posible sin el libro de Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad (1947); sin el de Rafael Lapesa, La trayectoria poética [donde trayectoria vale de nuevo por tradición] de Garcilaso (1948), donde nos dice que el quid de la poesía garcilasiana está en el hecho de ser una “suma sin pérdidas”; o, en fin, en la edición anotada de mi maestro Domingo Ynduráin (1983), que al apelar a la tradición arroja un haz de luz sobre muchos de los que se tenían por arcanos irresolubles.

Quien desee servirse de la evocación nostálgica, eficacísimo recurso lírico, hará bien en releer a Manrique, que a su vez deja su impronta en Bécquer, que en último término suma sus fuerzas a las del poeta tardomedieval para inspirar a Antonio Machado. Llegar a ese punto por medios propios no sólo es un derroche de energía sin justificación: es un puro dislate. Rosario Gómez no ignoraba este principio antes de iniciar sus estudios universitarios; de entonces para acá, se nutre de literatura y, a la luz de los resultados, he de decir que su digestión no es en absoluto pesada. La tradición activa el espíritu creador de Rosario, aporta la sustancia primera a la composición y luego la enriquece a lo largo de todo el proceso. No puedo extenderme más; por ello, invito a que ella misma o algunos de sus compañeros, todos queridos discípulos, lean los poemas que paso a señalar, pertenecientes a su próximo poemario, del que aún desconozco el título:


(1) En sus libros previos, y en éste de nuevo, vuelve sobre el hecho de la creación, de la inspiración, èlan, furor poeticus o, como lo llamaba el Marqués de Santillana, celo celeste. Hay dos poemas especialmente atractivos: Entre la clave que apremia (108) y Transitaré buscando la belleza (88). Este último tiene un fuerte toque luisiano (el “celestial sonido” nos recuerda la música de los astros y a Dios como gran músico); antes, la cita de San Juan de la Cruz (con la “música callada”) es manifiesta a cualquier lector mínimamente formado.


(2) En Para transferir lo mudo (85), Rosario Gómez nos habla de su lucha con la palabra; aquí, mucho más que la hiperestesia me llama la atención un vocablo, velo, que fuerza una amplia cita, pues el Prohemio e carta del Marqués de Santillana dice que las palabras de que se sirven los poetas van "cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura". En realidad, se trata de la alegoría, esto es, de la metáfora mantenida, un recurso que continúa perfectamente activo a día de hoy; de hecho, algunos poemas de Rosario, publicados e inéditos, pueden etiquetarse como neoalegóricos (como En lo húmedo de la noche [4]). A este procedimiento remite la cubierta o palliaçión que, como glosa a velo, incluye don Enrique de Villena en su magno comentario a la traducción de la Eneida virgiliana; a ella, en fin, alude el integumentum de tantos tratadistas y teóricos entre la Antigüedad y los siglos medios. Es también la ficción colmada de verdades a que se refiere Petrarca en su defensa de la poesía dentro de las Invective contra medicum, que Hernando de Talavera traduce como Reprensiones contra un médico rudo y parlero.


(3) Un poema de tránsito hacia el segundo tema seleccionado para este grato encuentro, la albada o alborada, es Junto al fuego (101), toda vez que en él se continúa con asuntos de pura poética. Al cierre, el grito del alba nos lleva de lleno a la tradición trovadoresca, en la que el gaita o vigía alerta a los amantes de la llegada del amanecer nada más despuntar los primeros rayos del sol matutino. Poética y albada se dan de nuevo la mano en Ya no me perteneces (92).


(4) La aurora se halla por doquier, como podemos ver en unos cuantos ejemplos adicionales. De nuevo los primeros rayos de sol ponen final al combate amoroso en Dos espadas, en alto (75). Al respecto, cabe sumarse a Góngora cuando, al cierre de la Soledad primera, dice aquello de “a batallas de amor, campo de pluma”. El alba es sólo un apunte rápido en un buen número de composiciones de tema diverso, como en A la sombra de la noche (15). También tenemos el alba frustrada de Entendí que el fuego de los ojos (27), que nos recuerda los versos populares que Melibea vierte ante la demora de Calisto: “La media noche es pasada y no viene: // sabed si hay otra amada que lo detiene”. En Se me antoja que todo (26), este modelo poético se acompaña de otro igualmente añoso y omnipresente: el de las cadenas de amor, que permiten regodearse a quien las arrastra: “Bien haya quien hizo cadenitas, cadenas, // bien haya quien hizo cadenas de amor”.


(5) La carnalidad contenida propia de la mejor poesía de todos los tiempos es la que encontramos en Ofrecía la noche (98); aquí, el encuentro nocturno se envuelve en una atmósfera feérica semejante a la de Aparittion de Mallarmé, allí donde nos habla del día de su primer beso:


Et j’ai cru voir la fée au chapeau de clarté

qui jadis sur mes beaux sommeils d’enfant gaté

passait, laissant toujours de ses mains mal fermées

neiger des blancs bouquets d’étoiles parfumées.


Al igual que en Dante, el amor “muove il sole e l’altre stelle”, como vemos en Ahora, entre la negrura (10), donde el amado, nuevo demiurgo, infunde vida a las plantas con su sola presencia. La perspectiva femenina permite ampararse en una tradición que arranca, cuando menos, del Cantar de los cantares. No sólo el Romanticismo, sino una tradición mucho más amplia y rica, aporta el sustrato a la hora de dibujar una naturaleza solidaria con su estado de ánimo, claramente expreso en También la lluvia llora (14).


(6) Poemas hay de los que sólo conviene decir que están bien trazados y que se acogen al refugio seguro de la tradición. El éxtasis contemplativo ante la inefabilidad última de lo bello anima Detenerme, tímida y absorta (100). También invito a leer Memoria de otoño (99), donde el término vagido me parece una especie de homenaje a Dámaso Alonso, allí donde, al hablar de las Glosas emilianenses, las llamaba “primer vagido de la lengua castellana”. En Mientras vuelves (11), oigo la voz de la joven enamorada de la cantiga de amigo, dolida ante el retraso del amado: Muito tarda meu amigo na Guarda, dice una de ellas en su estribillo; mientras tanto, en otra se repite obsesivamente: Eu atendendo ao meu amigo.


(7) Equilibrio, simetría, contraste y repetición, con la función poética al fondo, son los rasgos que imperan en poemas como No existen melodías sin silencios (95) o Quiso (75). Desde el punto de vista temático, lo órfico está presente en Dijeron que venía de la otra orilla (16). En fin, poemas hay que tienen su modelo en un poeta concreto, como es el caso del Cernuda que entrevemos en Me pierdo buscándote (47) o Las lágrimas asaltan su entereza (53).


La que acabo de hacer es la breve glosa que me permite esta lectura entre amigos. Pido perdón porque, a pesar de que he dicho mucho menos de lo que pretendía, he ocupado más tiempo del que las circunstancias aconsejaban. Hago públicas mis felicitaciones a Rosario y mi agradecimiento a todos los presentes por la atención que me han prestado.

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