martes, 5 de enero de 2010

Año 26 era Orwell

POR EL BIEN DE AMELIA


Trabajo en un Gran Hotel sobre el acantilado
en un país asolado por la guerra civil.
Mi corazón es el único botones.
Mi cerebro es el cocinero chino.

Se trata de un lugar costero en ruinas
con una hilera de limusinas desguazadas en la acera,
monos y gallos de pelea en el gran salón de baile
y palmeras que llegan hasta el techo.

Amelia, rodeada por sus amantes y sus adivinos,
se pinta de azul las pestañas y los labios
al atardecer frente al mar abierto:
las largas playas vacías, el resplandor de la marea...

Me ruega que comprobemos los libros de registro
para indagar si es cierto que aquí se hospedaron una vez Lenin,
Buster Keaton, Nathaniel Hawthorne,
San Bernardo de Claraval, que escribió sobre el amor...

Un hotel en el que uno tararea un tango en medio de un silencio
que se parece al de los cipreses en las películas mudas...
En el que los niños hablan en voz baja con sus amigos imaginarios...
En el que las hojas de una carta importante salen volando...

De pronto un ruido viene de la suite con espejos.
Amelia está desnuda y lleva algodón negro sobre los ojos.
Parece que hay una mosca
en la punta de la nariz romana de su amante.

Noche de lejanos disparos, distantes y confortables.
Entonces aparezco yo con un matamoscas en una bandeja de plata.
¡Ah, las delicias turcas!
Y la Máscara de la Tragedia cubre su vello púbico.





Por Charles Simic (del poemario La voz a las tres de la madrugada)

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