martes, 2 de junio de 2009

La Fabrica

Frente a mi casa hay una enorme fábrica. Es lo primero que veo al despertar. Es tal vez lo último que veo antes de bajar la persiana e ir a dormir. Se tarta de una enorme acería llamada GSW. Entro en su página web: www.globalsteelwire.com. “Global Steel Wire S.A. es la empresa del Grupo Celsa que se dedica a la fabricación de alambrón, con una extensa gama de aceros y dimensiones que se ha ido ampliando progresivamente con la idea de estar cada vez más presentes en sectores de más alto nivel tecnológico. Teniendo como principal objetivo la satisfacción de nuestros clientes, venimos haciendo de forma continua importantes inversiones para mantener nuestras instalaciones y procesos en línea con los últimos desarrollos de la tecnología”. Nada dice de su ubicación en las afueras.

La fábrica, de un color terroso, se levanta como una especie de catedral de un pasado ruinoso o de una noble villa abandonada, haciendo las veces de frontera entre la ciudad y su fin, como muralla medieval o algo así. Su interior, lo que se permite ver junto a la entrada, es como una gran cueva o como una ballena enorme llena de andamios y donde el calor se pega con dureza a los cuerpos que allí entran. Es necesario, al poner el pie dentro como un raro explorador, mirar hacia arriba, contemplar toda su altura, buscando algo, lo que sea, en su cúpula. Necesitamos tener una referencia ante nuestros ojos. El gesto es el mismo que al entrar en una gran catedral del pasado. Es decir, ese sentimiento de finitud, de agotamiento de la existencia, de sentirse habitante minúsculo e insignificante de una totalidad desbordante. Aunque en este caso el terror, el pavor, no procede del poder terrible e invisible de los dioses como ocurría en aquellas catedrales, sino del asfixiante y terrorífico sentido del fin que otorgan estas enormes fábricas. Son la misma posibilidad de que todo acabe. Se trata de ese efecto llamado sublime Chernobil, es decir, el pavor del fin que llevan consigo las fábricas, sean del tamaño que sean, contengan el material que contengan. En lo alto, dos enormes chimeneas, lanzan su humo hacia el cielo, un humo en ocasiones blanco, otras veces gris, que se va posando por las casas cercanas, golpeándose como un fantasma bobo, gordo y obediente, incapaz de levantar el vuelo hacia el otro mundo. El paisaje esconde otros espacios ideales como una extravagante y deforme montaña de metales y escorias, cuyo olor pestilente invade las casas cercanas los días de lluvia. Una montaña que se eleva al margen izquierdo de la fábrica y de la que es imposible apartar la vista por su extraña forma y contenido. La luz del verano, ese extraño sol que aparece en el norte a ráfagas, hace brillar intermitente y aleatoriamente algunas de sus partes como si lanzasen pequeños mensajes en morse o en algún extraño idioma inventado para despistar al enemigo, indescifrables y brillantes siempre al ojo humano.


Recuerdo ahora, frente a la ventana, unas palabras de Frank Kermode, «las ficciones, y en particular la ficción del Apocalipsis, se convierten fácilmente en mitos». También William Carlos Williams, hacia 1950, hablaba ya de ese final: «La bomba pone fin a todo esto». Un poeta como Allen Ginsberg, paisano del anterior, en Oda Plutoniana reescribía este modelo de sublimidad (ironizando también con el romanticismo optimista de Whitman). Escribe: «¡Padre Whitman celebro una sustancia que convierte al Ser en olvido! / Gran Sujeto que aniquila manos entintadas creaciones de páginas, inspiradas Inmortalidades de viejos Oradores. / Inicio vuestro cántico, boquiabierto exhalando al espacioso cielo sobre silenciosas fábricas en Hanford, Savannah River, Rocky Flats, Pantex, Burlington, Albuquerque. / Aúllo a través de Washington, Carlonina del Sur, Colorado, Texas, Iowa, Nuevo Méjico, / donde los reactores nucleares crean una Cosa nueva bajo el Sol, donde las fábricas de guerra de Rockwell construyen ese gatillo de materia letal en baños de nitrógeno / Hanger-Silas Mason compone el aterrorizado secreto del arma por docenas de millares, & donde el Monte Manzano presume de almacenar / su temible podredumbre a través de doscientos cuarenta milenios mientras nuestra Galaxia se distiende en espiral en torno a su nebuloso núcleo».



De Alberto Santamaría

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